Thursday, December 01, 2022

Un mundo de fantasmas y huellas sin origen - Mónica Cragnolini (rescatando textos)

Un mundo de fantasmas y huellas sin origen


El gran filósofo francoargelino, fallecido el sábado 9 de este mes,
fue uno de los más destacados pensadores contemporáneos. Jefe de
escuela del «deconstruccionismo», que él definía como un modo de
«estar» en el pensamiento, se ocupó en sus últimas obras de temas muy
concretos como el perdón imposible en los juicios del apartheid y los
indocumentados en Francia

¿Cómo decir adiós a Derrida? ¿Cómo decir adiós a quien ha dicho tantas
veces, tan sentidamente, con tanto amor, adiós a los amigos muertos
(Paul de Man, Lévinas, Blanchot)? En su adiós a Paul de Man, Derrida
señala que todo lo que se puede decir de un amigo cuando muere es lo
mismo que se podría decir mientras está vivo, y en este sentido, toda
relación se inscribe en el marco de las "memorias de ultratumba".
Porque en la relación con el otro, ya sabemos, al nombrarlo con su
propio nombre, que uno de los dos va a sobrevivir y que el otro vivirá
para recordarlo. Y lo recordará a partir del nombre propio. Nos queda,
entonces, de Derrida, su nombre, su nombre inscripto en el frente de
muchas obras traducidas a diversas lenguas, su nombre repetido en los
programas de sus cursos en París y en Estados Unidos, en sus
conferencias dictadas en tantas partes del mundo, y en tantas causas
por las que ha luchado.

Nos queda también ese término, "deconstrucción" -que luego
aclararemos- y que caracteriza, no un método, sino un "modo de estar"
en el pensamiento. La obra de Derrida desconcierta: en ella, los
significados son sometidos a un continuo desplazamiento, que dificulta
la posibilidad de pensar en el libro como una unidad de sentido. Este
ejercicio filosófico da lugar a una escritura que resulta extraña para
la "academia" filosófica, ya que atraviesa los terrenos de la
arquitectura, de la poesía, del arte, cuestionando los límites que
dividen los "géneros". En este sentido, es una obra de umbrales, de
transiciones, más que de zonas delimitadas: su escritura se halla
siempre en el límite mismo del discurso filosófico.

Derrida señala que "se escribe a dos manos": con una, se respeta el
juego de los conceptos -no podemos pensar si no es por medio de las
concepciones binarias-; con la otra, se lo borra, se lo desplaza, se
lo desliza hasta su extinción y su clausura. Este desconcierto que
provoca la producción derridiana se "materializa" en la estructura
misma de sus obras, que ponen en jaque la figura del lector como
sujeto unitario que desea apropiarse de un sentido. Desde los textos
extrañísimos de los años 70, en que distintas grafías y textualidades
se entrecruzan en la disposición gráfica de las obras, desconcertando
a quien desea seguir un "hilo" textual ordenado, hasta los textos
posteriores, que incluyen muchas veces una página suelta, de lo que se
trata es de dejar a un lado la idea de la lectura y la escritura como
comunicación de conciencias en una unidad de sentido. Por otro lado,
toda la obra de Derrida supone una constante referencia a lo otro y
los otros: es una obra "contaminada" de otredad, una obra que no se
inmuniza ni preserva frente al otro sino que, más bien, preserva la
otredad del otro. En este sentido, es una escritura que desborda y
derrocha respeto y amor a la alteridad. Es que el mismo Derrida es
siempre un otro: su condición judía lo ha signado con una marca de
pertenencia -a una comunidad- pero también con un estigma de
exclusión, con una historia de destierro, exilio y rechazo. En su
autobiografía, Circonfesión, alude a esta cuestión desde su propia
marca, la circunsición, y en este sentido se inscribe en lo que se
podría denominar una línea posniezstcheana de autores que consideran
que no se puede escribir o que no se puede hacer filosofía sin tener
en cuenta la propia corporalidad y las marcas y las inscripciones que
esa corporalidad lleva consigo.

Las primeras obras de Derrida, la "Introducción" a la traducción
francesa de El origen de la geometría de Husserl (1962) y luego, La
voz y el fenómeno (1967), que ya representa una crítica a la
fenomenología, patentizan su formación fenomenológica. De la
gramatología y los escritos recogidos en La escritura y la diferencia
(ambas de 1967), testimonian su crítica a la filosofía
logofonocéntrica (aquella que se ordena en torno a un centr,o un
fundamento, valorizando el habla y la presencia) y su tesis acerca de
la escritura. Luego, obras como La diseminación (1972), Márgenes de la
filosofía (1972), Glas (1974), Espolones. Los estilos de Nietzsche
(1976), La tarjeta postal. De Sócrates a Freud y más allá (1980) y
Signéponge (1983) darán cuenta de ejercicios deconstruccionistas.

El deconstruccionismo (que no es un método sino "una estrategia sin
finalidad") se enfrenta a la historia del pensar occidental en una
actitud de "solicitación" (en su sentido etimológico, "hacer
temblar"): se habitan las estructuras de la metafisica para mostrar
sus fisuras y para "hacer temblar" ese edificio bien construido. La
fuerte oposición binaria de los conceptos del filosofar occidental
(esta forma de pensar que heredamos de Platón, que nos hace distinguir
entre el ámbito de lo real, las ideas, la luz, el bien, la voz; frente
a lo engañoso, lo sensible, la oscuridad, el mal, la escritura) no se
supera por un acto voluntario ni por una simple inversión. El pensar
occidental es un edificio bien construido, que aparenta solidez a
partir de estas oposiciones que lo constituyen: el deconstruccionismo
no es un método que destruya para reconstituir, ni que invierta los
términos para afirmar los opuestos a los considerados valiosos (por
ejemplo, el margen contra el centro); por el contrario, lo que hace es
mostrar que no existen tales seguridades, sino que hay zonas de
ambivalencias, que ponen en jaque a la supuesta unidad -y seguridad-
del sentido. La deconstrucción propone, en lugar de las rápidas
"huidas" de la metafísica como forma del pensar occidental, una
permanencia en ella, en un trabajo de reconocimiento de sus fisuras.
Derrida se enfrenta a textos de Platón, de Hegel, de los grandes
sistematizadores de la filosofía, y muestra de qué manera los seguros
conceptos del binarismo occidental están habitados por fisuras que
permiten, al desmontarlos, hacer visibles las fuerzas que los
constituyen (los hilos que tejen la textualidad). Por ello, la
deconstrucción no es un "método" de crítica literaria -a pesar de que
haya adoptado esta forma en muchos Departamentos de Literatura de
universidades norteamericanas-, sino un "acompañar" un proceso que se
está dando: los textos hacen visible desde ellos mismos la "trama" que
los ha generado.

El término "logofonocentrismo", que utiliza Derrida para caracterizar
esta historia del pensar occidental, señala la existencia de un
privilegio concedido a la voz frente a la escritura. La voz parece la
expresión directa del lenguaje, ratifica la presencia del emisor o del
autor, mientras que la escritura lleva el estigma de lo derivado y la
materialidad. En términos de la lógica binaria antes indicada
(sensible/inteligible, opinión/conocimiento, engaño/verdad), la
escritura se encuentra del lado oscuro de la tabla, sobre todo porque
supone un importante elemento de ausencia: la escritura opera sin la
presencia del autor, en este sentido, se pierde el control acerca del
sentido de lo que se desea transmitir. La escritura es la semilla que
se disemina del supuesto origen, dispersándose en lugares
incontrolables para el Autor-sujeto. La gramatología es una suerte de
"ciencia general de la escritura" que "hace temblar" el pensamiento
occidental. Retomando -pero también criticando- la caracterización
saussuriana de lengua como sistema de diferencias, Derrida desarrolla
la noción de huella, noción que no remite a una "pisada"originaria,
sino que intenta mostrar que todo es huella de huella, sin origen
primero.

La tachadura del origen, en la noción de huella, permite pensar en una
lógica excursiva, diferente de la lógica de la identidad. La
gramatología se relaciona entonces con el origen tachado, con la
différance. Este término, que "suena" igual que différence pero se
escribe distinto, indica que en el origen no hay un ser pleno, tal
como ha postulado la historia de la metafísica de la presencia. La
différance es lo que no se hace presente, porque hace posible la
presentación de lo presente. La différance es lo que produce las
diferencias de la lengua entendida como sistema de diferencias.

La lógica oposicional binaria se relaciona con una lógica identitaria,
una lógica que reconoce que el valor y el sentido siempre se
encuentran en una cierta identidad, y, como sabemos, para que exista
identidad es necesaria la conservación. Sin embargo, desde el punto de
vista del lenguaje existen ciertas fisuras en esas oposiciones: los
"indecidibles". Derrida los define como "falsas unidades verbales",
que dan la apariencia de unidad, pero que no pueden ser ubicados ni de
un lado ni del otro de las categorías oposicionales, sino en el
"entre" del lenguaje. Por ejemplo, términos como pharmakon (que alude
al doble sentido de veneno o de remedio) muestran, en virtud de su
ambivalencia, que las pretendidas unidades no son tales, sino que
están habitadas por la oscilación que no puede decidir de manera
cierta el sentido, es decir, están "entre" las oposiciones.

Las primeras obras de Derrida parecen poner el acento en la cuestión
de la lengua. A partir de mediados de los años 80, el tema del otro y
los problemas éticos se tornan insistentes, desde cuestiones como la
amistad, la muerte, el duelo imposible, la hospitalidad, el fantasma,
la comunidad, el don (en Dar el tiempo, Dar la muerte, Aporías,
Espectros de Marx, entre otras obras). Estos temas Derrida los fue
trabajando en un diálogo inconcluso con sus amigos, que fueron
muriendo -Lévinas, Blanchot- o que aún viven -Nancy-, en un continuo
homenaje al pensamiento del otro.

En la cuestión de la hospitalidad hay que tener en cuenta la relación
entre el hostis (enemigo, extraño) y el hospes, el "huésped", aquel
que recibe o da acogida al otro. La hospitalidad permite comprender
cómo aquel que se cree dueño de su propia casa está siempre habitado
por los otros. Frente a una "lógica de la invitación" (yo invito al
otro, y le preparo mi casa) la "lógica de visitación" supone que el
huésped aparece sin que uno lo invite, como el fantasma. La figura del
fantasma está indicando este lugar de la alteridad, del otro presente
en nosotros más allá de nuestros deseos e intentos de dominio. Existe
una tendencia en el pensamiento occidental a conjurar los fantasmas,
es decir, retornarlos a sus tumbas, para que estén muertos y bien
muertos. Frente a esto, Derrida llama a una convivencia armoniosa y
amorosa con los fantasmas (con los muertos-vivos). En Espectros de
Marx señala que "Hay que amar a los espectros", y es que todos, en
tanto estamos "entre" la vida y la muerte, tenemos una condición
fantasmática.

Todas sus obras de los últimos años (Políticas de la amistad, Dar el
tiempo, Dar la muerte, Fe y saber, entre otras) son un derroche de
amor que, a nosotros, como lectores, no puede menos que conmovernos.
Todas ellas están dedicadas al tema del otro, tema que lo preocupaba
no sólo en consideraciones que para algunos pueden parecer abstractas,
sino en asuntos bien concretos del presente: la cuestión del perdón
imposible (en relación con los juicios del perdón del appartheid), la
cuestión de la hospitalidad (y los indocumentados en Francia), y
tantas otras. Derrida, que para muchos representa una corriente de
pensamiento casi "ludicista", no comprometida con lo que acontece,
hacía política de la alteridad con su obra. Entrevistado, hace muchos
años, acerca de la constante acusación que se le hace al
deconstruccionismo de constituirse en meros "juegos de palabras", él
señaló que se trata más de "fuegos" que de juegos de palabras: ese
fuego, que consume hasta las cenizas las rémoras del pensar
occidental, es también el fuego que nos abrasa en el amor por otro:
nos abrasa porque nos consume en nuestra individualidad, para dar
acogida a aquel que está siempre en nosotros. De ese modo hospitalario
de ser, la escritura de Derrida es tal vez el testimonio más amoroso:
abrasando la propia individualidad hasta las cenizas, se abraza y se
ampara, en su obra, al otro.

Derrida (no) ha muerto: en su idea de lo fantasmático, ya estaba
muerto antes, en tanto la existencia acontece "entre" la vida y la
muerte, y en tanto sus obras, portadoras de su nombre, portaban su
ausencia. En una nota a La tarjeta postal, Derrida cuenta la anecdóta
de la recepción de una llamada de cobro revertido desde los Estados
Unidos, en la que le anuncian que le va a hablar el fantasma de
Heidegger, llamada que Derrida anuló por considerar que se trataba de
"una broma". Pero luego se pregunta: ¿y si hubiera sido el "fantasma"
de Heidegger?

Creo que todos los que amamos su escritura esperaremos también una
llamada por cobrar del fantasma de Derrida, en este duelo imposible,
que no iniciamos el sábado 9 de octubre de 2004, sino, hace tiempo, en
el momento en que comenzamos por descubrir su rúbrica en alguna de sus
obras.

Mónica Cragnolini

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